El nacionalismo en la América Latina

📘 Ficha de la pieza

El nacionalismo en la América Latina
👤 José VasconcelosAutor
Ensayos
📚 Forma parte de:
  • Fecha de publicación: Diciembre de 1926
  • Páginas: 4
  • Lugar de publicación: Lima, Perú

📝 Texto íntegro

El Nacionalismo en la América Latina 1
por JOSÉ VASCONCELOS

Dedicado a M. Vincenzi

Vasconcelos, madera de Eoquerriloff

Si cualquiera de vosotros, profesores y hombres o mujeres de pensamiento, se presentase en el claustro de la Universidad de México, en cualquiera de nuestras universidades iberoamericanas, estoy seguro de que, de todas las bocas que allí os darían la bienvenida, saldría una misma súplica unánime y cordial: Decidnos cómo es el Austria contemporánea, qué es lo que piensa, qué es lo que anhela. A tales o parecidas preguntas tendríais que improvisar respuestas; y esto mismo es lo que tendré que hacer en el presente caso, para responder a las interrogaciones que bullen en vuestras mentes, a la vista de un mexicano, a la vista de un iberoamericano.

Mi voz tendrá que esforzarse y mi ánimo habrá de ensancharse, para recoger impresiones, para comunicarnos un esbozo de lo que son, lo que hacen y lo que piensan ochenta millones de almas. Almas, todavía en formación y que se empeñan en llenar y en integrar todo un continente y un continente que es la esperanza y la ilusión postrera de todas las razas de la tierra.

¿Quiénes somos, qué somos?

Extraño problema es el de cada vida humana y difícil el intento, siquiera sea de definirla; más difícil aún en nuestro caso, en donde se juntan los extremos de la juventud con los peligros y los males de la decadencia. Extremadamente difícil por tratarse de una raza, hecha de contrastes y de países que son inmensamente ricos en recursos naturales, pero con sumamente escasos de bienes disponibles. Situación también contradictoria desde el punto de vista espiritual porque poseemos veneros inagotables de cultura heredada y una generosa universalidad de conciencia; pero al mismo tiempo padecemos de una general ignorancia y de una completa ausencia de planes constructivos.

Del fondo de este caos, que después de todo, quizá sólo sea una circunstancia inevitable del gran proceso de preparación de una cultura original, del fondo de todos estos datos, de estos hechos, de estos juicios y acontecimientos, procuraré extraer algunos hilos de urdimbre para formar un vago tejido. Procuraremos seguir las ondulaciones misteriosas de esa cristalización de los rasgos de una raza; rasgos más impalpables que las ondas de la cristalización química. Trataré pues de hilanar los hechos dentro de algunas series de conceptos que acaso nos sirvan para descubrir la dirección, la tendencia constructora en medio de la confusión y tumulto de los sucesos. Acaso también, pues nadie conoce el límite de los poderes mentales, acaso también contribuya este esfuerzo nuestro, junto con otros semejantes, repetidos y renovados, a crear esa dirección que falta a los hechos, esa corriente que arrastra las cosas, modela los ánimos, obliga a los pueblos a convertirse en creadores de ideal. De esta suerte el futuro inmediato podrá tomar de nosotros, de nuestra voluntad y de nuestro pensamiento, su sentido y su ley; la fuerza que necesitan las cosas para organizarse y ascender con esplendor.

Desgraciadamente, toda la cultura aparece siempre como un intento que no se logra del todo. Cada proceso de avance se mira amenazado por esa suerte de aviación de los sucesos que no aciertan a insertarse en el hilo superior, que no logran adaptarse a la voz de mando del ideal. El empeño colectivo se rompe entonces, la energía se dispersa, y la existencia, desamparada del espíritu, vuelve a su aplanamiento y a su torpor. El alma individual también, contagiada del ritmo inferior, susceptible también a la ley de las cosas, se cree, sin más parientes de nosotros de lo que a primera vista se cree, se siente como desgobernada y deshecha; igual que la máquina desquiciada al influjo de la misma fatalidad que desintegra la energía física y a la misma hora la convierte gradualmente en polvo, a causa de los lentos y constantes desequilibrios de temperatura y al roce de los movimientos combinados. La gran Bola de los homogéneos, devorando constantemente los abismos y los intentos de creación de lo particular.

Nosotros y el mundo físico, en realidad, un solo todo, amenazado de recaer en los procesos de abajo; en lo que llamamos caos en lo físico, en lo que llamamos mal en lo ético, en lo que llamamos feo dentro de la esfera de lo estético. En todas partes una misma debilidad, una misma impotencia, para lograr las formas superiores del destino. Procedimientos imperfectos de la potencia somos ambos, la naturaleza y nosotros; procedimientos torpes en manos de seres que retornan al abismo en el instante exacto en que les falta el soplo divino; el estímulo misterioso de la alegría.

Pero la ventaja del alma sobre la cosa está como si dijéramos en su mayor rapidez de cristalización. En tanto que el polvo tarda siglos para volver a formar el granito, el alma a veces en sólo un segundo se reconstituye, se renueva, se ilumina toda entera. Y así se ve que los procesos divinos son lentos como la solidificación, múltiples como la germinación, rápidos como la luz; pero ninguno es más prodigioso, ni más rápido que el alma. De allí que entre todos los factores que modelan la historia de un pueblo ninguno sea más importante que el de la raza que lo constituye; y gracias a esa virtud innata todavía nos es posible creer y esperar después de tanta derrota y después de tanta y tan bochornosa sucesión de fracasos. Gracias también a esa variedad infinita de nuestra naturaleza, la historia no se repite sino que va sea de una manera ciega o de una manera determinante, nunca cesa de inventar y crear.

Veamos qué es lo que se está creando en la América nuestra.

Desde que nuestro mundo aparece en la historia, dos corrientes se han vertido allí para impulsarlo: dos procesos de acción civilizadora; por una parte el afán de colmar los apetitos con nuevos tesoros, la fantasía con otros paisajes y por la otra el anhelo de buscar prosélitos para una fe sin confines. Los conquistadores y los misioneros; la obra de descubrir y organizar pueblos y el propósito de difundir luz en las almas; dominación y proselitismo.

Se diría que ya desde que en la Judea se ordenó ir a predicar el evangelio a todas las naciones; llamada conversión a los gentiles, a la vez que se sentaban las bases de un nuevo derecho de gentes, se presenta el descubrimiento de una gran tierra que habría de servir de patria a las razas liberadas. El propósito de expansión espiritual se vió además impulsado por la necesidad física del desbordamiento. Por virtud del mandato cristiano, el principio de la cultura salió fuera de la tribu, salió de la patria y rebasó la estirpe misma; pero el mundo antiguo resultaba pequeño para la nueva concepción de la vida y Asia demasiado repleta. Zonas de población excesiva, no entienden de doctrina, no entienden de moralidad, lo que necesitan es espacio. Y en busca de espacio fueron las naves mediterráneas y en el continente que hallaron se ha iniciado un nuevo proceso de la historia; un período de cultura fraternal que tarde o temprano ha de sustituir a este Medioevo contemporáneo. Un medio evo en el cual la barbarie se ha puesto el disfraz de un nombre nuevo y manchado de sangre, el nombre para muchos honorable pero en realidad perverso: el nombre discutido de nacionalismo.

Nuestra América, es cierto, en muchos de sus aspectos, no es otra cosa que reflejo: una copia de Europa y obra casi toda de europeos. Sin embargo ello no nos obliga a hacer de nuestra historia simplemente una repetición de la historia europea. La experiencia humana no es totalmente estéril, los tiempos no pasan en vano; cada semilla se renueva y centuplica en el fruto. Por eso nos empeñamos en que salga de nosotros una forma original de cultura. El mejoramiento popular, la conquista de la justicia y de la sabiduría, la reforma de las instituciones y de las almas, tales son las condiciones de nuestro patriotismo y parte fundamental de su contenido. Ningún apego a los errores del día; ningún retorno al pasado. Trabajo ardiente para comprometer al futuro, para obligarlo a que esplenda de gloria: así definiría yo nuestra manera de nacionalismo. Una aurora, un nacimiento; no renacimiento, sino creación de formas mejores y más altas de vida.

Tal ha sido en realidad el ideal iberoamericano, desde los comienzos de nuestra independencia, más aún desde que los conquistadores y los misioneros iniciaron en nuestras tierras su obra inspirada y maravillosa. Aventuras de leyenda convertidas en realidad viviente por el genio de los capitanes y los predicadores más asombrosos que ha conocido la historia, no se ha dicho bastante al señalar que si no estorbaron los logros y los prodigios que la Corona de España enviaba a nuestras tierras.

Desgraciadamente los españoles que llegaron a la América llenos de genio y de audacia, ya no eran libres; no procedían de una república, como la veneciana o la florentina, sino que dejaban la patria en el instante mismo en que las libertades políticas comenzaban a decaer por la supresión gradual de los fueros en Castilla, en Aragón, en todas las libres provincias cuyos sacrificios para la reconquista eran premiados por los Reyes, robándoles sus privilegios de autonomía y de ciudadanía.

Desde Isabel con su leyenda falsa de las joyas,—leyenda falsa porque no está probado que las ofreciera a Colón y es evidente que la América no le costó, le produjo joyas,—hasta Fernando Séptimo, el degenerado sobre el cual se ha querido echar toda culpa del fracaso, como si los otros de su abolengo no hubieran sido y no lo fueran lo mismo; todos los monarcas de España y aún los monarcas ingleses no hicieron otra cosa que diferir el designio de hacer de la América una tierra de elección y de justicia para beneficio de todos los hombres. Ambas monarquías implantaron monopolios que violaban el compromiso tácito de América: monopolios que cerraban el continente a la explotación libre del humano esfuerzo y lo convertían en feudo de intereses ruines o en galardón de torpezas y cortesanías. Cierto que por excepción, tuvimos algunos buenos virreyes, pero más cierto es que el sistema de irresponsabilidad inherente a la institución monárquica tuvo que sernos y fue para todos fatal; fatal para España y fatal para nosotros mismos. La América del Norte rompió con la Corona inglesa una década años antes de nosotros y hoy nos lleva cien años de adelanto. Nosotros rompimos por fin, pero muchos de nuestros males todavía arrancan de aquellos siglos de obediencia ciega. Todavía los arrebatos esporádicos contemporáneos del localismo y de nacionalismo, tienen mucho de esa pasión del esclavo que se siente adherido al jefe, al cacique, al general, al amo de la tierra o del Estado. Tan despreciable y penosa sumisión del hombre al hombre no ha podido dar sino frutos de esclavitud.

Casi todos nuestros revolucionarios y aun fundadores en la práctica. Abrimos nuestras fronteras a todos los pueblos pero los polizontes del personalismo, molestan a nacionales y extranjeros cada vez que se cruza la línea divisoria de nuestras nacionalidades. Proclamamos la igualdad de todas las gentes, pero muy pocos son los que pueden aprovechar las ventajas que ofrece nuestra naturaleza. La pobreza general, la ignorancia, las condiciones geográficas y sociales han demorado nuestro progreso. Y los sistemas despóticos de gobierno inaugurados allá por los Reyes, han encontrado continuadores en la persona de jefecillos militares ignorantes y rudos, especies de condottieros feroces que llamamos caudillos y que han sido el azote de todos los nuevos Estados.

Sucedió que los hombres heroicos, videntes, que consumaron la Independencia se agotaron casi totalmente en la lucha. Bolívar, nuestro más ilustre capitán, perdió pronto el poder y fue reemplazado por jefes menores de milicia de montonera. Sucre, el más noble y más puro de nuestros idealistas, fue asesinado y no pudo realizar su programa de resistencia, fundando así la larga y todavía no extinta dinastía de los presidentes asesinos. En México, casi todos los verdaderos patriotas perecieron en la contienda o fueron hechos a un lado y a la hora del triunfo un tal Iturbide se proclamó Emperador, no obstante que era reo de doble traición puesto que al frente de ejércitos reales, durante años había combatido a los rebeldes. San Martín, el glorioso jefe argentino, tuvo que dejar su país retirándose en desgracia y el poder, recayó también allá, en manos de generalillos y de asesinos. Tal es el abolengo de nuestro caudillaje, el abolengo del condottierismo latinoamericano; tal fué la herencia política de la monarquía, el sistema de gobierno por la espada.

En cada una de nuestras grandes revoluciones libertadoras vuelve siempre a ocurrir lo mismo, lo que al principio no arriesgan ni entienden siquiera el movimiento, se adhieren a él ya que está triunfando o en una segunda etapa; juntan entonces soldados y sin más programas que hacerse del mando, eliminan a los patriotas y se instalan en el poder. La tiranía, de esta suerte, cambia sus verdugos, pero no sus sistemas.

Tan nociva nos ha sido semejante política, que sólo pueden aunarse a un verdadero progreso, aquellos países que como la Argentina eliminaron el caudillaje de hace muchos años o como Brasil que nunca lo tuvo. Uruguay también y Colombia, una tierra gobernada desde sus comienzos por hombres de letras, no por soldados y Costa Rica y Cuba, tal vez alguna otra nación, han escapado a la tradición maldita; pero en los demás pueblos la lucha entre la barbarie en su forma más cruda y primitiva y la civilización en sus formas elementales e impotentes se prolonga y estorba el desarrollo nacional. La lucha armada por el poder, la ambición y la ignorancia, impiden el desarrollo de cualquier plan constructivo. Cada período negro de nuestra historia ha quedado bautizado de esta suerte con el nombre sanguinario de alguno de estos dictadores y caudillos que son baldón de nuestra estirpe.

Y no solamente nuestro caudillaje ha logrado perpetuar entre nosotros la ignorancia y la tiranía sino que también, en lo que se refiere a nuestra política internacional, el caudillaje es el enemigo nato del acercamiento hispanoamericano y el sostén de ese nacionalismo ciego que es tan contrario a nuestra buena tradición y al espíritu de nuestra cultura. Contradicción de nuestra tradición porque desde el principio fuimos una sola nación bajo el cetro de España; un territorio continuo, una lengua, la misma religión y la misma idiosincrasia. Contradicción asimismo, de los intereses más altos de nuestra raza, intereses claramente definidos por los fundadores de nuestra vida independiente, Sucre, los Bolívar, los Hidalgo, que se propusieron crear naciones abiertas a toda la especie humana. Y una y otra vez la ambición y el caudillismo de los caudillos ha frustrado aquel propósito salvador ya consumado.

Todavía ayer, vimos fracasar por décima ocasión, una de las coaliciones más urgentes. A la caída de una especie de aborto demoníaco, que se llamó Estrada Cabrera, el gobierno civil revolucionario de Guatemala, se puso de acuerdo con los presidentes civiles del resto de Centro América y un día glorioso, el cable informó al mundo que los cinco presidentes de la América Central habían renunciado a sus investiduras, constituyéndose en gobernadores de provincia a efecto de convocar una Asamblea constituyente de la nación Centroamericana. Pero enseguida un golpe militar, un golpe de Estado, una resurrección del caudillaje, echó por tierra el gobierno guatemalteco y el plan de unión se vino abajo con gran beneplácito de los intereses norteamericanos que intervienen en la política de la América Central. Aquí como siempre, se nos aparece el caudillo, marchando en los bordes de la traición y eso no obstante que en su jerga de politiquero, llama todos los abstractos en los que no siguen en todas sus infamias.

Pero no sólo ha sido el caudillo un malhechor del Estado, un malhechor de la política; también en el orden económico es constantemente el caudillo el principal sostén del latifundio. Aunque a veces se proclamen enemigos de la propiedad, casi no hay caudillo que no remate en hacendado. Lo cierto es que el poder militar trae fatalmente consigo el delito de apropiación exclusiva de la tierra; llámese el soldado, Rey o Emperador: despotismo y latifundio son términos correlativos. Y es natural, los derechos económicos, lo mismo que los políticos, sólo se pueden conservar y defender dentro de un régimen de libertad. El absolutismo conduce fatalmente a la miseria de los muchos y al boato y al abuso de los pocos. Sólo la democracia, a pesar de todos sus defectos, ha podido acercarnos a las mejores realizaciones de la justicia social, por lo menos la democracia, antes de que degenere en los imperialismos de las repúblicas demasiado prósperas que ven rodeadas de pueblos en decadencia.

De todas maneras, entre nosotros, el caudillo y el gobierno de los militares han cooperado al desarrollo del latifundio. Un examen siquiera superficial de los títulos de propiedad de nuestros grandes terratenientes, bastaría para demostrar que casi todos deben su haber, en un principio a merced de la Corona española, después a concesiones y favores ilegítimos acordados a los generales influyentes de nuestras falsas repúblicas. Las mercedes y las concesiones se han otorgado, en cada caso, sin tener en cuenta los derechos de poblaciones enteras de indígenas o de mestizos que carecían de fuerza para hacer valer su dominio. De este sistema de simple ocupación brutal, procede la riqueza del hacendado de México, del estanciero de la Argentina, del gamonal del Perú.

Algunos de los jefes de nuestra guerra de Independencia, hombres como Morelos en México o más tarde, como Alberdi en la Argentina, vieron desde entonces la necesidad de romper estos monstruosos monopolios; cada una de nuestras revoluciones nos combate; pero a medida que la revolución degenera en caudillaje, el caudillo mismo que aparece como terrateniente. Y así se prolongan la explotación y el abuso. Aún en países como la Argentina donde el caudillaje militar lleva años de muerto, la herencia del caudillaje perdura en la forma de las grandes estancias que no se venden a ningún precio y que sólo se subarriendan a quien, llevado de la miseria, acepta trabajarlas en condiciones de esclavitud. Si no fuese por la pequeña aristocracia de la tierra, Argentina, la gran nación del Sur, estaría ya en camino de rivalizar con los Estados Unidos del Norte, país este último que debe su prosperidad a las grandes libertades de su primera época y a la juiciosa distribución que hizo de las tierras, fraccionándolas entre pequeños propietarios que a su vez se convierten en el soporte de la libertad.

De igual suerte nosotros, no conseguiremos ningún serio adelanto, mientras permanezcan los dos azotes sociales: el terrateniente y el caudillo militar. Y no sólo no conseguiremos progresos sino aún retrocederemos, mientras la oligarquía y la milicia no logren asociarse con el pueblo. La revolución que ha sacudido a México los últimos quince años no ha sido más que un esfuerzo para romper el monopolio de la tierra y el monopolio de la política, la explotación del trabajador y la tiranía, el reeleccionismo, el militarismo en la política. Convulsiones semejantes tendrán que producirse en los demás países de nuestra América si los gobiernos no se adelantan a la desesperación popular, poniendo de una mano salvadora sobre el más urgente de nuestros problemas sociales.

Una simple mirada a nuestra historia comprueba la tesis asentada. Cada uno de nuestros derechos asegurados, cada una de nuestras conquistas sociales, procede invariablemente de aquellos períodos cortos en algunas naciones, más largos en otras, en que el gobierno ha salido de manos de los jefes militares, para ser ejercido dentro de formas civilizadas y democráticas. El desarrollo de la educación pública que casi siempre coincide con esos breves períodos de libertad, tiende a desterrar la influencia del caudillo. Desde que el argentino Sarmiento implantó su gran reforma educacional, la Argentina no ha vuelto a producir Napoleones, ni encarnaciones de la revolución, ni salvadores de la patria. Lo mismo llegará a ocurrir en el resto de nuestras patrias.

El poder creciente de la doctrina socialista en países como México, la Argentina y el Uruguay, acabará por imponer gentes mejores en el gobierno y sistemas económicos más adecuados. Sólo entonces podremos convencer al emigrante de que realmente aquellas tierras están destinadas a producir un tipo de civilización generosa y universal. Por ahora todavía en una gran proporción y con excepciones raras un deber de veracidad afirmará que la injusticia económica y el despotismo, estorban el desarrollo de nuestra cultura y nos impiden lograr la fraternidad y la comunión de todas las gentes.

Sin embargo, para aquellos optimistas valerosos que gustan de ver más bien el aspecto risueño de las cosas, diré que por lo que hace a la teoría, a la convicción íntima y al dominio del espíritu, todas nuestras convicciones y todas nuestras tendencias nos llevan a concebir y a procurar la realización de las más altas formas de convivencia humana.

Es curioso, por ejemplo, observar que mientras en la Europa de la post guerra el nacionalismo recrudece y retorna a maneras casi agresivas, entre nosotros en cambio, gana cada día más adeptos el viejo plan de crear una Federación poderosa con todas nuestras nacionalidades aisladas. De esta suerte, mientras Europa se desintegra en nacionalidades, nosotros nos encaminamos a la formación de un vasto Estado. En tanto que otros países afirman los muros aisladores del nacionalismo, nosotros procuramos abrir nuestras puertas a los influjos externos y a la inmigración extraña. Al proceder de esta suerte, confiamos, sin duda, en nuestros vastos recursos vírgenes y en el poder asimilativo de nuestra cultura. Un poder de asimilación que se funda en la flexibilidad y la libertad, más bien que en el rigor de las normas. Poseemos naturalmente, desde antiguo, un tipo peculiar de cultura, una tradición ilustrada que nos ha defendido de la desaparición durante los períodos negros de nuestra barbarie y tiranías.

Con la orgullosa y sólida estirpe indígena, España combinó su sangre y su espíritu. Después rompimos, para siempre con la monarquía, pero no con el pueblo español. En distintas épocas, se han hecho sentir también otras influencias. A Francia, por ejemplo, debemos el culto de la libertad política y la fe en el mejoramiento social. El genio y el arte de Italia, la filosofía de Alemania, la música, la literatura rusa, todo esto, ha dejado huellas y ha producido ecos en aquella región del alma fecunda, plástica y libre totalmente de prejuicios ideales. Tanto es así que aún en las peores épocas de las tiranías, la libertad del pensamiento se ha mantenido inmaculada en toda clase de cuestiones filosóficas, religiosas, artísticas y aún sociales y económicas, pues comúnmente la única exigencia del déspota es que no se toque directamente su persona. Lo demás, como no le entiende, le juzga inofensivo. Desde luego, se rodea de esos intelectuales de segunda que en ninguna Corte del mundo han faltado. En todos los casos nuestra terminología cívica, nuestro léxico patriótico habla en tono generoso, habla de rebasar fronteras y de ensanchar el corazón para que abarque a todos los hombres. Y en honor a la verdad no siempre se ha quedado, todo esto, en pura prédica; no solo lo malo ha de decirse, sino también lo bueno ya que se estimula a los jóvenes y se hace justicia al pasado.

Moralidad de todos los pueblos, ha sido asumir entre nosotros determinados aspectos que bien podrían servir de precedente para un nuevo concepto del derecho de gentes. Para comprobar tal afirmación referiré sólo dos casos notorios. Durante el gobierno de Sarmiento, la Argentina coaligada con el Brasil y el Uruguay tuvo que hacer la guerra al Paraguay, para extirpar de allí la planta maldita del caudillaje, la más monstruosa quizás de todas sus manifestaciones. En la historia de la criminología merece lugar destacado el nombre feroz que deshonró al Paraguay. López y Solano. Para expiarlo, invadieron el Paraguay los ejércitos unidos de las tres poderosas naciones del sur. Desgraciadamente, malas inteligencias llevaron al pueblo paraguayo a una resistencia tan heroica como inútil; desgarra el corazón enterarse de aquella epopeya oscura y magnífica; magnífica por el valor desesperado de los patriotas que creían defender su territorio y oscura porque la deshonraba la figura de un asesino. Es fama de que casi se acabaron los hombres del Paraguay de entonces porque los que no habían colgado de Solano como enemigos de la causa, se hicieron matar en defensa de la patria infortunada. Pero así que todo el país estuvo sometido, así que Solano quedó eliminado y que se pudo tratar de reorganizar la nación paraguaya, Sarmiento comenzó y terminó los tratados con esta frase sublime: La Victoria no da derechos. Y el Paraguay no perdió una pulgada de territorio ni tuvo que soportar ninguna humillación de parte de sus vencedores. Sobre la idea nacional obtenía un triunfo esplendente la idea iberoamericana. Toda idea de conquista en lucha de naciones de habla española parece absurda desde aquel precedente.

El otro caso se refiere a mi patria particular, a la infortunada y generosa nación mexicana. Entre la antigua Nueva España y la Capitanía General de Guatemala existe un territorio que se llama Chiapas. Cuando México se organizó como nación independiente, Chiapas quedó comprometida dentro de nuestros límites. Pero unos cuantos años después los Chiapanecos tuvieron la idea de anexarse a Guatemala; lo discutieron, lo votaron y lo hicieron. Poco tiempo después, pensaron que era mejor volver a reunirse con México; entonces se separaron de Guatemala y volvieron a entrar a la Federación Mexicana y durante todas estas entradas y salidas, a nadie se le ocurrió, ni en Guatemala ni en México, que aquello podía ser un casus belli. Ni siquiera se nos ha ocurrido quitar a los chiapanecos territorios a causa de México o a la causa guatemalteca; sin duda porque Guatemala no es tan querida como una pequeña porción de México o de la América Española. Esto también demuestra que la unidad étnica se impone fatalmente a las falsas barreras meramente políticas del interés nacional; un interés temporal, relativo y subordinado al interés y a la misión de la raza.

(Concluirá en el próximo número)

Notas

  1. Conferencia pronunciada en el Congreso Socialista reunido en Viena, en diciembre pasado.
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